Dar nombre 'al problema que no tiene nombre'
Con la crisis, el 90% de las mujeres ha dejado de buscar empleo. ¿Es hora de una nueva mística de la feminidad?
CELIA AMORÓS 03/04/2010
La colección Feminismos de la editorial Cátedra ha celebrado en el Círculo de Bellas Artes, con una inusitada presencia de público, la edición del número 100. Significativamente, la publicación a la que corresponde este número tan redondo es la emblemática obra de Betty Friedan, La mística de la feminidad. Este libro, que contribuyó de forma decisiva a la emergencia de la llamada "segunda ola" del feminismo, fue publicado en Estados Unidos en 1963 y ha conocido sucesivas reediciones y traducciones en diversos idiomas. Su influencia sobre la orientación de las vidas de las mujeres puede ser comparada a la que en su día (1949) ejerció otro libro clásico, El segundo sexo, de Simone de Beauvoir.
Clásico es lo que sobrevive al paso del tiempo. Pero, además, ha de contener claves fundamentales para entender el nuestro. La cabal autocomprensión por parte del movimiento feminista de sus señas de identidad pasa por cultivar la reflexión y el diálogo con sus hitos clásicos. Y esta adecuada autocomprensión es fundamental para que sean comprendidos nuestros proyectos y lograr cada vez más consenso fuera de los medios militantes feministas.
Betty Friedan supo dar nombre a lo que en su momento histórico se llegó a denominar "el problema que no tiene nombre" de las mujeres. Este problema hacía referencia a un insidioso malestar que experimentaban de forma cada vez más aguda las amas de casa estadounidenses de clase media que vivían en los barrios residenciales. Estas mujeres no ejercían ninguna profesión ni trabajo extradoméstico, pero se habían beneficiado del acceso a los estudios que había hecho posible para ellas la lucha sufragista de la anterior generación. Padecían, de acuerdo con las conclusiones de Friedan después de un minucioso trabajo de periodismo de investigación, una "crisis de identidad". No se reconocían en el retrato de madre y esposa feliz, directora gerente de un hogar lleno de electrodomésticos, a la que ya no se podía llamar "fregona". Toda una orquestación, desde las revistas femeninas hasta los consultores matrimoniales, los anuncios televisivos, los fabricantes de electrodomésticos, los psiquiatras freudianos y otros tantos "expertos", se orientó a la elaboración de "la mística de la feminidad", el nombre que acuñó Betty Friedan para "el problema que no tiene nombre". El cultivo de esta mística apartaba a las mujeres de todo aquello que se puede considerar como lo genéricamente humano: la relación con el mundo y sus problemas, la realización de un proyecto personal, las experiencias de un trabajo que genera alguna sensación de autonomía. Lo genéricamente humano resulta ser masculino. Ya decía Simone de Beauvoir que había dos clases de seres: las mujeres y las personas. Y cuando las mujeres pretendían ser personas, entonces se las tildaba de masculinas.
La historia se repite. Tras los avances conseguidos por las mujeres en la segunda ola, se produjo una orquestación similar en torno al feminismo como culpable de las desgracias de las mujeres. La peor de ellas: no tener un hombre. El fantasma de la amarga soledad. Susan Faludi reconstruyó lúcidamente este discurso en su obra Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna (1991). Hemos seguido adelante, pero nos inquieta el dato de que entre quienes han dejado de buscar empleo en nuestra crisis el 90% son mujeres. ¿Es posible todavía una nueva versión de La mística de la feminidad?
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