Hombres que aman a mujeres
Gemma Lienas 11/05/2009
Pasado el Día del Libro, empieza la cuesta de mayo para las librerías catalanas, que capean la crisis poniendo el énfasis en las novedades, tal como hacen las editoriales. O incluso más, ya que éstas se dan con un canto en los dientes si consiguen mover su catálogo mientras que aquéllas, por falta de crédito bancario, se ven obligadas a devolver el fondo. Entre tantas malas noticias, me alegra por lo menos saber que dos de los libros más vendidos continúan siendo los del sueco Stieg Larsson: Los hombres que no amaban a las mujeres (en sueco, Hombres que odian a mujeres) y La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.
No deja de sorprenderme -y de confortarme- que hayan entusiasmado a tanta gente unas novelas impregnadas de feminismo, feminismo que se traduce en los temas elegidos y su tratamiento: la violencia de género, el incesto, la explotación sexual de las mujeres mediante la prostitución... y que se resumen en uno, la misoginia. Feminismo que se percibe en el planteamiento de los principales personajes femeninos, Lisbeth Salander y Erika Berger, autónomos desde todos los puntos de vista. Y feminismo también el del personaje masculino, Mikael Blomkvist, cuyas relaciones con las mujeres son libres, respetuosas y equitativas.
No era preciso que la viuda de Stieg Larsson nos confirmara que éste fue un feminista convencido. Se nota.
Es posible que Harold Bloom, el crítico estadounidense y hacedor del canon occidental, ya haya rechazado las novelas del sueco, entre otras razones, por tratarse de literatura "feminista". Sabido es que Bloom denosta lo que él llama literatura gay, literatura feminista o literatura afroamericana, cuando estas categorías, en mi opinión, no existen más que en su mente androcéntrica. Instalado en el centro del poder, dictamina qué es lo neutral y qué es lo ideológico. O dicho de otra forma, lo central y lo periférico.
Y, sin embargo, no existe la neutralidad ideológica en literatura: cualquier texto tiene una posición, la de la mirada de quien lo escribe. De este modo, Historia de mis putas tristes, de García Márquez, es un libro machista pese a que la crítica, generalmente de mirada androcéntrica, no pudo percibirlo así. Es decir, esta novela se considera literatura sin adjetivos, lo que es una excelente noticia siempre que el criterio se aplique sistemáticamente y deje de hablarse, por ejemplo, de literatura de mujeres.
Ciertamente, la literatura proporciona un goce estético innegable por lo que no puede juzgarse por razones puramente ideológicas. Y, sin embargo, es obvio que la ideología dominante de una obra puede ejercer un efecto negativo en quien la lee. El corazón helado, de Almudena Grandes, una impactante novela, quizá desagradará a la gente partidaria del borrón y cuenta nueva y, sin embargo, será bien recibida por quienes creen preciso poner en pie la memoria de las personas que lucharon por unos valores democráticos arrebatados por los insurgentes.
Por ello mismo, no deja de resultarme insólito el éxito de Larsson. ¿Será posible -me digo- que esos hombres y mujeres que se irritan sobremanera en cuanto oyen la palabra feminismo se hayan tragado tan ricamente y sin protestar esas casi 1.400 páginas? Lo más probable es que lectoras y lectores no hayan establecido ni el más mínimo vínculo entre la ideología que destilan las novelas de Larsson y lo que creen que es el feminismo.
Ello puede llevarnos a alguna conclusión. La primera, que lo ignoran casi todo del feminismo, una revolución incruenta cuyas portavoces han tenido pocas oportunidades de expresarse en público, mientras que detractores y -sobre todo- detractoras han dispuesto de altavoces a porrillo, lo que ha generado un estado de opinión contrario. La segunda, que una parte de la ciudadanía, tal vez sin saberlo, está a favor de una sociedad más justa y de ver reconocidos por completo -no sólo a cachitos- los derechos de las mujeres; lógico, es imposible considerarse plenamente demócrata sin ser también feminista.
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